sábado, 5 de marzo de 2011

Viaje al fondo de la noche



Conducía por la ciudad, sonámbulo. Giraba en cada esquina dejándose llevar, invadiendo un poco el carril contrario, a esas horas de la noche, vacío, y miraba impasible las farolas pasar por el otro lado de la ventanilla, como si fueran luces de una guerra a la que no ha sido llamado.

Bajaba los cristales. Absorbía el aire fresco de este invierno, hecho a base de despedidas rotundas y plazoletas vacías y paradas de autobuses. En cada baldosa hay una pareja besándose: los gorros sobre la cabeza que se dejan caer con un movimiento improvisado al suelo, las manos que escalan hasta las mejillas, eso que nosotros llamamos frío, cuando estamos detrás de una cerveza y sabemos que nada de esto es verdad, que solo sale en las canciones.

Un cigarro. Tres caladas. Saca otro del bolsillo. Era el último. Las tres caladas eran la última. A veces ocurre que ves una sombra más alta de lo normal. Y él detiene su coche, como si fuera un paso de cebra. Apaga las luces y deja sonar la radio, lo que esté pasando por el dial. Y la ciudad se vuelve totalmente distinta. Se incineran los monumentos con sus volúmenes de majestades pasadas, el asfalto se vuelve una alfombra para mendigos y borrachos, y la necesidad de seguir girando por la ciudad te atrapa hasta que la gasolina aguante. Y el señor se acomoda en el asiento. Cierra los ojos y sabe que no está solo del todo, que aquello que perdió no volverá más. Se lamenta. No está solo del todo. París se le representa como una prostituta.

Tío, me gustaría tenerte a mi lado esta noche. Tú conducirías. Eso es lo que te gusta a ti. Elevas la marcha cuando pasamos Denfert Rochereau y la maquina se desliza suave justo cuando Port Royal se convierte en tres calles hacia tres vidas diferentes. Estas son las carreteras que siempre hemos buscado. Estas carreteras que se alejan de las personas, que se alejan de los sentimientos más ocasionales. Las carreteras de los amantes que se desprecias, de las chicas que se vuelven solas a sus casas y llorando, las carreteras de los taxis en doble fila y de los inmigrantes que buscan su casa detrás de un cartel publicitario o en la geometría de una estrella ya apagada.

A mi me da igual qué parte de la tierra sea esta. Como si es el infierno. Yo te veo a ti, conduciendo como si caminaras sobre seda. Es el infierno, querido amigo, este infierno que tú y yo imaginábamos en otros infiernos más desolados, sin chicas a la que gustar, sin calles por las que atraparnos, con horarios y explicaciones.

Atravesamos varias veces el mismo puente. Seguro que de tantos siglos de trayecto que ha tenido, se caerá justo cuando nosotros lo pasemos. Estamos destinados a nadar dentro de las algas del Sena, esas plantas que deliran dentro de los cuerpos de los ahogados. Metes la marcha. Ha cambiado la música. Esto es París pero podría ser Chicago de los años sesenta, o el Liverpool de la resaca. No te confundas, amigo. Esto es París y no tiene más nombres.

Yo estoy llorando. No sé tú. Estoy llorando. Solamente espero que antes de salir del bar ese chico le haya pedido el número de teléfono a la señorita que no dejaba de mirarle, que se acodaba en la barra como esperando una propuesta de matrimonio que comienza con un nombre mal entendido. Yo estoy llorando porque él la acompañará a casa y ella no se atreverá a invitarle a subir. Eres un romántico. Mira por la ventana. El cristal se empaña con la respiración. La respiración es un elemento de París que fácilmente olvidamos. Pero todo esto en la mente. Respiramos porque giramos con el coche. Estamos en el coche porque es la París que creamos hace muchos años, en las calles más hambrientas del planeta.

No hay paradas en la noche. La gasolina aguantará unas horas más. Las chicas siguen recogiéndose solas. Siguen las escaleras vacías hacia ventanas abiertas. De las cúpulas nadie sabe nada. ¿Este viaje lo hemos hecho ya antes? No lo sé, amigo, pero hay cristales que no empeñan la soledad de dos vidas encontradas, por la casualidad de las carreteras.

Oh Paris, tu bellísima puta histérica. El hombre aparca el coche. Desciende. Tú estás en otra ciudad diversa, donde la gente habla mi lengua pero no mi idioma. Pero esta noche hemos recorrido ese trozo de vida asfaltada que nos prometíamos cuando no sabíamos conducir. Y fue París, la prostituta que nos prestó sus ruedas durante un momento que mi cabeza escuchó de una canción.

2 comentarios:

  1. Anochece en la ciudad de México
    mientras él mira avanzar, atónito,
    el incendio que devora su casa
    los objetos de toda una vida
    los años de manuscritos y poemas sin terminar
    la máscara prehispánica
    el dibujo de Picasso, los muebles,
    cartas y fotografías de infancia;
    esa alegría de la bóveda
    con sus caminos de vigas y nervaduras,
    todo reduciéndose a cenizas
    en la ascendente columna de fuego.

    Avanzan las llamas.
    Queman la noche,
    carbonizan las alas de los pájaros
    que salen de sus poemas.
    Consumen el plomo de las horas,
    el vacío y las cenizas,
    el deseo y sus ambiciones.
    Todo crepita en esta hoguera
    que llega tarde en la vida
    mientras las sombras de los bomberos
    todavía se escuchan gritar, huidizas,
    en la oscuridad asfixiante.

    Ahora está libre.
    Libre de un largo tormento,
    Octavio Paz se sienta de nuevo
    en una calle de París
    donde las hojas secas giran en silencio a sus pies.
    Una luz más distante resplandece en su cara.

    Wang Jiaxin, "Octavio Paz".

    ResponderEliminar
  2. En aquel tiempo yo tenía veinte años
    y estaba loco.
    Había perdido un país
    pero había ganado un sueño.
    Y si tenía ese sueño
    lo demás no importaba.
    Ni trabajar ni rezar
    ni estudiar en la madrugada
    junto a los perros románticos.
    Y el sueño vivía en el espacio de mi espíritu.
    Una habitación de madera,
    en penumbras,
    en uno de los pulmones del trópico.
    Y a veces me volvía dentro de mí
    y visitaba el sueño: estatua eternizada
    en pensamientos líquidos,
    un gusano blanco retorciéndose
    en el amor.
    Un amor desbocado.
    Un sueño dentro de otro sueño.
    Y la pesadilla me decía: crecerás.
    Dejarás atrás las imágenes del dolor y del laberinto
    y olvidarás.
    Pero en aquel tiempo crecer hubiera sido un crimen.
    Estoy aquí, dije, con los perros románticos
    Y aquí me voy a quedar.


    Roberto Bolaño

    ResponderEliminar